Los primeros mártires del Cuerpo
Blackwood! Lawrence! Rodríguez!.......
Por: Eduardo A. Budge
Valparaíso, la noche del 23 de Febrero de 1869, dormía apaciblemente en deliciosa calma. Por aquel tiempo no había el movimiento nocturno que la civilización moderna, entre sus innumerables beneficios y sus no despreciables males, nos ha ido imponiendo poco a poco. Después de una tertulia o de una mano de cartas o de damas, juegos muy en boga en aquellos tiempos, era una hora muy avanzada para recojerse a casa, las nueve y media o diez de la noche.
La corneta de algunos de los barcos de guerra extranjeros que generalmente pasaban fondeados en la quieta bahía, con sus toques de ocho a ocho y media de la noche y cuyas notas resonaban en medio del silencio por las quebradas vecinas, indicaban el momento del descanso reparador. Solo, como decíamos antes, una tertulia que se desbandaba bulliciosa, traía un movimiento pasajero y fugaz a las solitarias callejuelas de la ciudad dormida, y entonces los transeúntes semejaban sombras esquivas más negras que la negra penumbra de las calles, apenas desvanecida por uno que otro farol, de débil luminaria.
La paz y calma eran completas. La naciente Republica de 50 años atrás, era un país, sino muy rico, floreciente. Sabias leyes dictadas por verdaderos representantes del pueblo, regían su desarrollo. Como vigías del progreso, y guardianes celosos de la Independencia, duramente alcanzada, surcaban las aguas del mas grande de los océanos, los cuatro barcos de madera de nuestra Marina de Guerra, que en inanición momentánea por entonces parece que juntaban fuerzas, para mas tarde conquistar nuevas glorias.
Interna y externamente la Republica podia descansar tranquila. En las ciudades y especialmente en Valparaíso, las municipalidades hacían labor efectiva. El aquel entonces Alcalde Mayor de Valparaíso, don J. Egaña, y sus colegas Cobo y Cruz, habiase preocupado arduamente de la vigilancia diurna y nocturna de la ciudad, logrando establecer el servicio de policía y ronda, a cargo de aquellos servidores que se llamaban “alguaciles” o “serenos”.
A los dos de la madrugada del 24 de Febrero del año ya indicado,
traficaba tranquilamente, embozado en amplio poncho, y pendiente de su mano un farolillo, uno de aquellos “serenos” o “alguaciles”, por la calle de la Aduana, hoy de Arturo Prat. Con lento y tardo paso, como queriendo llevar el compás a las largas horas de la noche, rondaba por el cuartel confiado a su vigilancia.
De pronto al llegar a la subida Almendro, hoy calle Urriola, detuvo sé paralogizado. En la esquina nor-oriente formada por las calles de Prat y Urriola, y en el mismo sitio en que hasta hace poco se encontraba el Banco Santiago, alzabase una construcción de tres pisos, que ocupaba en ese tiempo la Oficina de Alsop y Cia. Y la de Vorwerk y Cia. Por el costado que da a la calle Urriola, y en la esquina de Cochrane, por todas las ventanas y tragaluces del edificio, salía densa humareda. dejando su farolillo sobre el mal pavimento de la calzada, corrió despavorido el vigilante ala calle de Cochrane, atravesando el estrecho callejón de la calzada del Almendro entre las bocanadas de espeso humo, y procedió a golpear violentamente las puertas de las casas habitaciones situadas sobre los almacenes incendiados, y cuyas puertas daban a Cochrane.
A los golpes y gritos del “sereno” despertaron los vecinos, que pudieron darse inmediata cuenta de la magnitud de la catástrofe que los amenazaba. Minutos mas tarde tañía lúgubremente la campana del Cuartel General de Bombas, y un solo farol rojo izado en lo alto de su palo de bandera, comunicaba al que deseaba imponerse, que el fuego había aparecido en el radio del Primer Cuartel, de los tres en que se encontraba dividida la ciudad
Corrían presurosos los abnegados bomberos voluntarios y la inmensa hoguera desatada ya, dabales mas ánimos e infundíosle aliento para llegar a los cuarteles y trasladar al sitio del siniestro los carros de escalas y las pesadas maquinas de agua.
Simultáneamente con los primeros toques de alarma, la vieja “Americana” de la Primera Compañía, salía de su cuartel. Arrastrad por algunos voluntarios y apegando a los chicotes de los vecinos, llego pronto al sitio del siniestro, después de recorrer por el endiablado pavimento las tres cuadras que distaban del Cuartel.
La detuvieron en Cochrane esquina Almendro, en el pozo de agua salada, alumbrada por la inmensa fogata. A vida de lucha la vieja maquina a vapor comenzó a sentir calentarse sus entrañas de fierro, atizado el fogón por su maquinista don Juan Hartley, y luego enrojecidas sus parrillas por el fuego, e hirviente el agua en sus calderas, movieronsé sus volantes, actuaron los émbolos, y tras un pitazo que arranco un grito de desahogo a los consternados espectadores, surgió potente el primer chorro de agua con que los hombres iban a dominar el elemento destructor, despiadadamente desatado en el corazón mismo de la ciudad!
Precisaba, por el momento, salvar los edificios del Ban de Agustín Edwards, en cuyas salientes cornisas y ancho alero de tejado, debido a lo angosto de la calle Almendro, había el fuego hecho presa. Hábilmente dirigido el primer chorro salvador, conjuro por el momento ese peligro. Un segundo chorro se coloco en la calle de la Aduana, y con el se trato de liberar los edificios colindantes con la hoguera, hacia el lado oriente, y los del frente.
La casa de la señora Manzano, sita donde hoy se alza el edificio de la Cia de Seguros “La Central”, comenzaba a arder.
Un tercer chorro, alimentado por la Segunda Compañía, cuya maquina había sido colocada en el Muelle Goyenechea (hoy Estación del Puerto), a ocho cuadras del siniestro, domino también este peligro.
Las compañias de hachas y escaleras y de guardia de la propiedad, se dedicaban con tesón admirable a sus respectivas tareas. La bomba de la Tercera Compañía, alimentada desde la playa por el remolcador “Adela”, entro luego a actuar, aportando salvadores servicios.
Tripulantes del paquebote francés “Megere” desembarcaron rápidamente, y es marinería, al mando de sus Oficiales, supo sacrificarse conjuntamente con el Cuerpo de Bomberos, y tuvo también que pagar como este su tributo de sangre para aplacar la furia del ígneo elemento.
Cerca ya de las cinco de la mañana circunscribiose definitivamente el fuego Las perdidas materiales fueron cuantiosas. Solo las compañías de perdieron alrededor de $ 107,000.00 (de 52 peniques) y 30,000 libras esterlinas.
Dominado el fuego, los bomberos y marinería del “Melgere” dedicaronse a la tarea, de por si pesada, de apagar los todavía ardientes escombros. En medio de esta labor, un entorpecimiento de la Bomba obligo al Sargento señor Teodosio F. Budge a abandonar su puesto, para ir a averiguar las causas del accidente. Dejando a su gente bien distribuida, se dirijio a la calle, donde se encontraba la bomba. No había alcanzado aun esta cuando el inmenso murallón de adobes que daba hacia el callejón del Almendro, y a cuyo pie por el interior del edificio se encontraba la gente, desplomose con sordo ruido, sepultando entre sus restos aun ardientes, al grupo de heroicos y valientes muchachos; que ajenos a su destino, sonreían alegres a la mañana que despuntaba!
Angustioso grito de horrenda desesperación salio de los miles de bocas de las gentes que contemplaban la terrible caida!....
Las cornetas del Cuerpo, a la voz del Superintendente don Eduardo Cuevas, del primer Comandante don Tomas Borrowman y del Segundo Comandante don Aquiles Reid, prorrumpieron en arrebatadores toques de auxilio. Sonaron cristalinas, como irónica risa, las campanelas de las bombas, detuvosé su trabajo, y compañeros y amigos, vecinos y autoridades, hombres y mujeres, paralizados un momento, lanzaronse a un mismo tiempo sobre los terrosos adobones de la enorme muralla, escarbando, ahondando, apartando la tierra, los maderos y los fierros, en su afán loco, en el afán único e imperioso, de salvar a las desgraciadas victimas.
Poco a poco fueron sacándose los cuerpos de aquellos primeros mártires bomberiles.
Apareció, entre pingajos del rojo uniforme, amasado con barro y sangre, el cuerpo inanimado del voluntario Alejandro Blackwood. Su muerte debe haber sido repentina y fulminante; su cara larga y pálida, de luenga barba a la usanza de esos tiempos, no dio señal de vida, y veiasele mas alargada y afilada aun por los efectos del golpe, que casi aprenso, reduciéndolo a un espesor de dos pulgadas, el recio casco de cuero y bronce que tenia puesto.
Blackwood, ingles de nacimiento, solo tenia 24 años. Compañero de viajes del inmortal explorador britanico John Livinstone, habia ingresado a la Primera Compañía de Bomberos el dia 8 del mismo mes de Febrero del aquel año 1869 en que ocurría la tragedia. Murió en el cumplimiento del deber en su ultima aventura, de la que no se vuelve mas; pero su recuerdo y ejemplo, perdura aun en el Cuerpo de Bomberos.
Salio después, con vida, pero agonizante, el cadáver aun viviente del segundo bombero: Eduardo Rodríguez. Compañero de Blackwood, habia ingresado como el, tan solo 16 días antes a la Compañía. Fue tétrico bautizo de sangre, fuego y agua, que recibiera esa mañana, en que por primera vez vestía el uniforme de su Compañía.
Chileno de nacimiento, y de corazón grande, Rodríguez rindio su vida al servicio de una religión sublime: el renunciamiento propio en beneficio de otros. La abnegación y disciplina, lema del Cuerpo a que recién entrara, llevándolo a la tumba, y así corono su frente el laurel inmortal, orla de gala que la humanidad otorga a los héroes hombres.
Tras nuevas búsquedas, ante la expectación de los vecinos, hallose el cuerpo de Guillermo 2º Lawrence, el tercer voluntario caido. Su casco, conservado junto con los de sus compañeros, como preciada reliquia, en el Cuartel de la Primera Compañía detalla mudamente, la extensión de la horrible herida que atravesándole la frente, partió su cara casi en dos pedazos.
El cura Casanova, mas tarde ilustre Arzobispo, acudió a prestar sus servicios religiosos, y como viera que Lawrence estaba con vida, le administro los sacramentos católicos contestando con estas bellísimas palabras a los que le observaban que el moribundo era protestante: “No importa: no hay mas que un solo Dios, que este momento represento yo”.
A las nueve y media de la mañana fallecía Lawrence. Recién vuelto de Europa, donde se había educado, la corona del martirio sello su frente antes que alcanzara a ver sus pobres padres, que vivían en Concepción.
Y, al iniciar otra vez la emprendedora ciudad sus tareas diarias, pudo ver apagado el colosal incendio, cumplido a costa de tres vidas el heroico sacrificio del Cuerpo de Bomberos, flotando a media asta el pabellón nacional, en el Cuartel General de Bombas, junto a un crespón de luto, que al ondular del viento semejaba la negra sierpe de la desgracia abatiéndose sobre el hogar de ese puñado de heroicos y abnegados voluntarios, mártires de una nueva religión!
El sacrificio estaba consumado
El índice descarnado de la Muerte, habia señalado sus victimas, y los invisibles rayos de su mirada hueca, habían tronchado tres vidas. La Gloria, sin embargo, recojia su hazaña, su estilete sagrado la grababa para siempre con letras rojas de fuego en el libro de la Historia del Cuerpo de Bomberos, y la voz imperecedera de la Inmortalidad susurraba sus nombres con suave admiración!....
Y al cerrar la noche de aquel dia, mientras montaban guardia, junto al túmulo mortuorio de los mártires, sus heroicos compañeros, y se dormía apacible y dulcemente la ciudad al toque de silencio, razgo la quietud de sus quebradas y se extendió sonora por la tranquila bahía la voz potente del Cuartel General… No tocaba a arrebato; no llamaba a un incendio: lloraba suave, lenta acongojadamente!
Y al vecindario, recogido en sus hogares, elevando una plegaria por los mártires bomberos, creyó oír que la campana, con su lengua de bronce, murmuraba tres nombres sagrados: Blackwood!...Lawrence!...Rodriguez!....
Eduardo A. Budge
magazinebomberil
Blackwood! Lawrence! Rodríguez!.......
Por: Eduardo A. Budge
Valparaíso, la noche del 23 de Febrero de 1869, dormía apaciblemente en deliciosa calma. Por aquel tiempo no había el movimiento nocturno que la civilización moderna, entre sus innumerables beneficios y sus no despreciables males, nos ha ido imponiendo poco a poco. Después de una tertulia o de una mano de cartas o de damas, juegos muy en boga en aquellos tiempos, era una hora muy avanzada para recojerse a casa, las nueve y media o diez de la noche.
La corneta de algunos de los barcos de guerra extranjeros que generalmente pasaban fondeados en la quieta bahía, con sus toques de ocho a ocho y media de la noche y cuyas notas resonaban en medio del silencio por las quebradas vecinas, indicaban el momento del descanso reparador. Solo, como decíamos antes, una tertulia que se desbandaba bulliciosa, traía un movimiento pasajero y fugaz a las solitarias callejuelas de la ciudad dormida, y entonces los transeúntes semejaban sombras esquivas más negras que la negra penumbra de las calles, apenas desvanecida por uno que otro farol, de débil luminaria.
La paz y calma eran completas. La naciente Republica de 50 años atrás, era un país, sino muy rico, floreciente. Sabias leyes dictadas por verdaderos representantes del pueblo, regían su desarrollo. Como vigías del progreso, y guardianes celosos de la Independencia, duramente alcanzada, surcaban las aguas del mas grande de los océanos, los cuatro barcos de madera de nuestra Marina de Guerra, que en inanición momentánea por entonces parece que juntaban fuerzas, para mas tarde conquistar nuevas glorias.
Interna y externamente la Republica podia descansar tranquila. En las ciudades y especialmente en Valparaíso, las municipalidades hacían labor efectiva. El aquel entonces Alcalde Mayor de Valparaíso, don J. Egaña, y sus colegas Cobo y Cruz, habiase preocupado arduamente de la vigilancia diurna y nocturna de la ciudad, logrando establecer el servicio de policía y ronda, a cargo de aquellos servidores que se llamaban “alguaciles” o “serenos”.
A los dos de la madrugada del 24 de Febrero del año ya indicado,
traficaba tranquilamente, embozado en amplio poncho, y pendiente de su mano un farolillo, uno de aquellos “serenos” o “alguaciles”, por la calle de la Aduana, hoy de Arturo Prat. Con lento y tardo paso, como queriendo llevar el compás a las largas horas de la noche, rondaba por el cuartel confiado a su vigilancia.
De pronto al llegar a la subida Almendro, hoy calle Urriola, detuvo sé paralogizado. En la esquina nor-oriente formada por las calles de Prat y Urriola, y en el mismo sitio en que hasta hace poco se encontraba el Banco Santiago, alzabase una construcción de tres pisos, que ocupaba en ese tiempo la Oficina de Alsop y Cia. Y la de Vorwerk y Cia. Por el costado que da a la calle Urriola, y en la esquina de Cochrane, por todas las ventanas y tragaluces del edificio, salía densa humareda. dejando su farolillo sobre el mal pavimento de la calzada, corrió despavorido el vigilante ala calle de Cochrane, atravesando el estrecho callejón de la calzada del Almendro entre las bocanadas de espeso humo, y procedió a golpear violentamente las puertas de las casas habitaciones situadas sobre los almacenes incendiados, y cuyas puertas daban a Cochrane.
A los golpes y gritos del “sereno” despertaron los vecinos, que pudieron darse inmediata cuenta de la magnitud de la catástrofe que los amenazaba. Minutos mas tarde tañía lúgubremente la campana del Cuartel General de Bombas, y un solo farol rojo izado en lo alto de su palo de bandera, comunicaba al que deseaba imponerse, que el fuego había aparecido en el radio del Primer Cuartel, de los tres en que se encontraba dividida la ciudad
Corrían presurosos los abnegados bomberos voluntarios y la inmensa hoguera desatada ya, dabales mas ánimos e infundíosle aliento para llegar a los cuarteles y trasladar al sitio del siniestro los carros de escalas y las pesadas maquinas de agua.
Simultáneamente con los primeros toques de alarma, la vieja “Americana” de la Primera Compañía, salía de su cuartel. Arrastrad por algunos voluntarios y apegando a los chicotes de los vecinos, llego pronto al sitio del siniestro, después de recorrer por el endiablado pavimento las tres cuadras que distaban del Cuartel.
La detuvieron en Cochrane esquina Almendro, en el pozo de agua salada, alumbrada por la inmensa fogata. A vida de lucha la vieja maquina a vapor comenzó a sentir calentarse sus entrañas de fierro, atizado el fogón por su maquinista don Juan Hartley, y luego enrojecidas sus parrillas por el fuego, e hirviente el agua en sus calderas, movieronsé sus volantes, actuaron los émbolos, y tras un pitazo que arranco un grito de desahogo a los consternados espectadores, surgió potente el primer chorro de agua con que los hombres iban a dominar el elemento destructor, despiadadamente desatado en el corazón mismo de la ciudad!
Precisaba, por el momento, salvar los edificios del Ban de Agustín Edwards, en cuyas salientes cornisas y ancho alero de tejado, debido a lo angosto de la calle Almendro, había el fuego hecho presa. Hábilmente dirigido el primer chorro salvador, conjuro por el momento ese peligro. Un segundo chorro se coloco en la calle de la Aduana, y con el se trato de liberar los edificios colindantes con la hoguera, hacia el lado oriente, y los del frente.
La casa de la señora Manzano, sita donde hoy se alza el edificio de la Cia de Seguros “La Central”, comenzaba a arder.
Un tercer chorro, alimentado por la Segunda Compañía, cuya maquina había sido colocada en el Muelle Goyenechea (hoy Estación del Puerto), a ocho cuadras del siniestro, domino también este peligro.
Las compañias de hachas y escaleras y de guardia de la propiedad, se dedicaban con tesón admirable a sus respectivas tareas. La bomba de la Tercera Compañía, alimentada desde la playa por el remolcador “Adela”, entro luego a actuar, aportando salvadores servicios.
Tripulantes del paquebote francés “Megere” desembarcaron rápidamente, y es marinería, al mando de sus Oficiales, supo sacrificarse conjuntamente con el Cuerpo de Bomberos, y tuvo también que pagar como este su tributo de sangre para aplacar la furia del ígneo elemento.
Cerca ya de las cinco de la mañana circunscribiose definitivamente el fuego Las perdidas materiales fueron cuantiosas. Solo las compañías de perdieron alrededor de $ 107,000.00 (de 52 peniques) y 30,000 libras esterlinas.
Dominado el fuego, los bomberos y marinería del “Melgere” dedicaronse a la tarea, de por si pesada, de apagar los todavía ardientes escombros. En medio de esta labor, un entorpecimiento de la Bomba obligo al Sargento señor Teodosio F. Budge a abandonar su puesto, para ir a averiguar las causas del accidente. Dejando a su gente bien distribuida, se dirijio a la calle, donde se encontraba la bomba. No había alcanzado aun esta cuando el inmenso murallón de adobes que daba hacia el callejón del Almendro, y a cuyo pie por el interior del edificio se encontraba la gente, desplomose con sordo ruido, sepultando entre sus restos aun ardientes, al grupo de heroicos y valientes muchachos; que ajenos a su destino, sonreían alegres a la mañana que despuntaba!
Angustioso grito de horrenda desesperación salio de los miles de bocas de las gentes que contemplaban la terrible caida!....
Las cornetas del Cuerpo, a la voz del Superintendente don Eduardo Cuevas, del primer Comandante don Tomas Borrowman y del Segundo Comandante don Aquiles Reid, prorrumpieron en arrebatadores toques de auxilio. Sonaron cristalinas, como irónica risa, las campanelas de las bombas, detuvosé su trabajo, y compañeros y amigos, vecinos y autoridades, hombres y mujeres, paralizados un momento, lanzaronse a un mismo tiempo sobre los terrosos adobones de la enorme muralla, escarbando, ahondando, apartando la tierra, los maderos y los fierros, en su afán loco, en el afán único e imperioso, de salvar a las desgraciadas victimas.
Poco a poco fueron sacándose los cuerpos de aquellos primeros mártires bomberiles.
Apareció, entre pingajos del rojo uniforme, amasado con barro y sangre, el cuerpo inanimado del voluntario Alejandro Blackwood. Su muerte debe haber sido repentina y fulminante; su cara larga y pálida, de luenga barba a la usanza de esos tiempos, no dio señal de vida, y veiasele mas alargada y afilada aun por los efectos del golpe, que casi aprenso, reduciéndolo a un espesor de dos pulgadas, el recio casco de cuero y bronce que tenia puesto.
Blackwood, ingles de nacimiento, solo tenia 24 años. Compañero de viajes del inmortal explorador britanico John Livinstone, habia ingresado a la Primera Compañía de Bomberos el dia 8 del mismo mes de Febrero del aquel año 1869 en que ocurría la tragedia. Murió en el cumplimiento del deber en su ultima aventura, de la que no se vuelve mas; pero su recuerdo y ejemplo, perdura aun en el Cuerpo de Bomberos.
Salio después, con vida, pero agonizante, el cadáver aun viviente del segundo bombero: Eduardo Rodríguez. Compañero de Blackwood, habia ingresado como el, tan solo 16 días antes a la Compañía. Fue tétrico bautizo de sangre, fuego y agua, que recibiera esa mañana, en que por primera vez vestía el uniforme de su Compañía.
Chileno de nacimiento, y de corazón grande, Rodríguez rindio su vida al servicio de una religión sublime: el renunciamiento propio en beneficio de otros. La abnegación y disciplina, lema del Cuerpo a que recién entrara, llevándolo a la tumba, y así corono su frente el laurel inmortal, orla de gala que la humanidad otorga a los héroes hombres.
Tras nuevas búsquedas, ante la expectación de los vecinos, hallose el cuerpo de Guillermo 2º Lawrence, el tercer voluntario caido. Su casco, conservado junto con los de sus compañeros, como preciada reliquia, en el Cuartel de la Primera Compañía detalla mudamente, la extensión de la horrible herida que atravesándole la frente, partió su cara casi en dos pedazos.
El cura Casanova, mas tarde ilustre Arzobispo, acudió a prestar sus servicios religiosos, y como viera que Lawrence estaba con vida, le administro los sacramentos católicos contestando con estas bellísimas palabras a los que le observaban que el moribundo era protestante: “No importa: no hay mas que un solo Dios, que este momento represento yo”.
A las nueve y media de la mañana fallecía Lawrence. Recién vuelto de Europa, donde se había educado, la corona del martirio sello su frente antes que alcanzara a ver sus pobres padres, que vivían en Concepción.
Y, al iniciar otra vez la emprendedora ciudad sus tareas diarias, pudo ver apagado el colosal incendio, cumplido a costa de tres vidas el heroico sacrificio del Cuerpo de Bomberos, flotando a media asta el pabellón nacional, en el Cuartel General de Bombas, junto a un crespón de luto, que al ondular del viento semejaba la negra sierpe de la desgracia abatiéndose sobre el hogar de ese puñado de heroicos y abnegados voluntarios, mártires de una nueva religión!
El sacrificio estaba consumado
El índice descarnado de la Muerte, habia señalado sus victimas, y los invisibles rayos de su mirada hueca, habían tronchado tres vidas. La Gloria, sin embargo, recojia su hazaña, su estilete sagrado la grababa para siempre con letras rojas de fuego en el libro de la Historia del Cuerpo de Bomberos, y la voz imperecedera de la Inmortalidad susurraba sus nombres con suave admiración!....
Y al cerrar la noche de aquel dia, mientras montaban guardia, junto al túmulo mortuorio de los mártires, sus heroicos compañeros, y se dormía apacible y dulcemente la ciudad al toque de silencio, razgo la quietud de sus quebradas y se extendió sonora por la tranquila bahía la voz potente del Cuartel General… No tocaba a arrebato; no llamaba a un incendio: lloraba suave, lenta acongojadamente!
Y al vecindario, recogido en sus hogares, elevando una plegaria por los mártires bomberos, creyó oír que la campana, con su lengua de bronce, murmuraba tres nombres sagrados: Blackwood!...Lawrence!...Rodriguez!....
Eduardo A. Budge
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