El fuego: (I) Los primeros tiempos
La lucha organizada contra el fuego es casi tan antigua como la vida misma. Comienza cuando el hombre primitivo, al observar que la lluvia sofoca el fuego del rayo en el bosque, deduce que es eficaz enfrentar elemento contra elemento. Y así une pieles de animales para transportar el agua de extinción que protegerá del incendio las viviendas del poblado. Esta prevención surge cuando el fuego se vuelve contra el hombre y su medio. El fuego, calor y bienestar, es también condenación. Su llama es alimento del hogar, pero igualmente puede ser destrucción y muerte. El hombre que en principio sintió terror ante el fuego, aprendió que ya dominado, por su misma posesión y proximidad, no debía sentir indiferencia hacia él.
Así, cuando estos pueblos primitivos descubren la agricultura y se sirven del fuego para despejar el bosque, deben evitar también que no se extienda peligrosamente y alcance los poblados. De la misma forma, cuando cazan, pescan o practican el pastoreo, y el viento esparce el fuego del hogar, se producen incendios, lo que implica un permanente control del mismo. Para la extinción, además del agua para combatir el fuego, se golpean y abaten las llamas con ramajes, o bien se cubre con tierra el fuego inicial. Son técnicas simples pero efectivas, empleadas durante siglos, que serán la base del conocimiento de la naturaleza del fuego, para aplicar después métodos más idóneos de extinción.
De los mismos tiempos proceden las primeras técnicas ignífugas de la historia. Cuando entre poblados rivales surge la guerra y el pillaje, se utiliza el fuego como arma y amedrantamiento. Para evitar la destrucción de las chozas, los defensores cubren techos y paredes con arcilla para protegerlas del fuego enemigo.
Con estos conocimientos objetivamente importantes en la lucha contra incendios, transcurre toda una época indeterminada en la vida de los pueblos indígenas que habitan la tierra llamada después Península Ibérica.
En otra época posterior de la historia, navegantes y aventureros procedentes del mediterráneo oriental, llegan a estas costas y establecen contactos con las tribus indígenas. De esta relación, las poblaciones autóctonas se benefician de culturas más avanzadas.
La lucha organizada contra el fuego es casi tan antigua como la vida misma. Comienza cuando el hombre primitivo, al observar que la lluvia sofoca el fuego del rayo en el bosque, deduce que es eficaz enfrentar elemento contra elemento. Y así une pieles de animales para transportar el agua de extinción que protegerá del incendio las viviendas del poblado. Esta prevención surge cuando el fuego se vuelve contra el hombre y su medio. El fuego, calor y bienestar, es también condenación. Su llama es alimento del hogar, pero igualmente puede ser destrucción y muerte. El hombre que en principio sintió terror ante el fuego, aprendió que ya dominado, por su misma posesión y proximidad, no debía sentir indiferencia hacia él.
Así, cuando estos pueblos primitivos descubren la agricultura y se sirven del fuego para despejar el bosque, deben evitar también que no se extienda peligrosamente y alcance los poblados. De la misma forma, cuando cazan, pescan o practican el pastoreo, y el viento esparce el fuego del hogar, se producen incendios, lo que implica un permanente control del mismo. Para la extinción, además del agua para combatir el fuego, se golpean y abaten las llamas con ramajes, o bien se cubre con tierra el fuego inicial. Son técnicas simples pero efectivas, empleadas durante siglos, que serán la base del conocimiento de la naturaleza del fuego, para aplicar después métodos más idóneos de extinción.
De los mismos tiempos proceden las primeras técnicas ignífugas de la historia. Cuando entre poblados rivales surge la guerra y el pillaje, se utiliza el fuego como arma y amedrantamiento. Para evitar la destrucción de las chozas, los defensores cubren techos y paredes con arcilla para protegerlas del fuego enemigo.
Con estos conocimientos objetivamente importantes en la lucha contra incendios, transcurre toda una época indeterminada en la vida de los pueblos indígenas que habitan la tierra llamada después Península Ibérica.
En otra época posterior de la historia, navegantes y aventureros procedentes del mediterráneo oriental, llegan a estas costas y establecen contactos con las tribus indígenas. De esta relación, las poblaciones autóctonas se benefician de culturas más avanzadas.