1866. 31 de marzo
Bombardeo de Valparaíso
El comandante de los Bomberos Armados, Máximo Argüelles, observa atentamente el amplio escenario donde se desarrollará la locura bélica. La calle del Cabo es el punto más angosto del puerto, apenas cincuenta metros entre cerro y mar, con tres barrios claramente definidos que son conocidos como el Puerto, San Juan de Dios y el Almendral. No escapa a sus recuerdos el gran incendio que quince años atrás significó el fin del Batallón de la Bomba de Valparaíso y el nacimiento del primer Cuerpo de Bomberos voluntarios.
Le llama la atención la casi infantil alegría de los jóvenes porteños, preparándose para el espectáculo: ellas con sus mantos negros de seda de fabricación china, y ellos con sus frondosas cabelleras, patillas, y levitas ajustadas. Es la moda europea que llega en las cargas marítimas hasta los almacenes de Valparaíso. Y ahí están, instalados en los faldeos de los cerros esperando el inicio del ataque.
El llamado plan, esa amplia explanada de territorio donde se alzan las habitaciones de las clases más acomodadas, oficinas, hoteles, templos y comercio, ha quedado vacío, porque la marea de habitantes ha desalojado sus casas y negocios el día anterior para refugiarse en las alturas. Patrullas de cívicos y bomberos armados recorren las calles para evitar los robos y el presumible pillaje.
En el punto central del puerto, el amplio edificio de la Bolsa de Comercio, pretencioso en sus dimensiones y demasiado frágil en su estructura, se presenta como un blanco potencial para el próximo bombardeo.
Desde ese punto, con sus dos cuerpos de edificación, su divisadero o torrecilla de esbelta figura, doce ventanas y un fino balcón, Argüelles y Ried tienen una visión completa del puerto y las naves. Tan privilegiada es esa ubicación que el constructor del edificio, Antonio Arcos, había instalado un telescopio en un atril de bronce para observar la bahía. Pero, si el edificio aparecía como un punto importante de comando, su debilidad y resistencia eran incompatibles como defensa. Construido con caña de Guayaquil recubierta de madera, en una perfecta albañilería, no resistiría un solo cañonazo de las fragatas españolas. Tres amplios arcos le recuerdan el apellido del extraño personaje que ha construido ese armatoste comercial.
-Si no estoy mal informado, este edificio lo construyó el padre de Santiago Arcos. ¿No es así, comandante?
-Si, señor Argüelles. - Ried se apoya en el muro del pasillo. -Un realista que desertó al ejército en Chacabuco, que luego desapareció tras el desastre de Cancha Rayada y que en 1819 ya era un famoso prestamista que tenía endeudado hasta al mismísimo O’Higgins. Finalmente, tuvo que arrancar a Europa con toda su familia.
-Es un hermoso lugar, señor Ried… De solo pensar en lo que sucederá en unos momentos más se me aprieta el corazón. ¿Usted cree que los españoles van a cumplir con la amenaza y bombardear la ciudad?
-No tengo la menor duda, conociendo lo orgulloso que es Casto Méndez Núñez. Pero, vamos a tener que abandonar este lugar. No solo está demasiado expuesto a los tiros de cañón, sino que al primer disparo se va a derrumbar.
1866. 31 de marzo.
El bombardeo.
La bruma matinal comienza a desaparecer empujada por los rayos de sol. Amanece el día 31 de marzo de 1866 en el puerto de Valparaíso. Y, aunque es Sábado de Gloria, parece una celebración de Fiestas Patrias. Todos los balcones y mástiles, desde los edificios públicos a los ranchos más desvencijados, lucen banderas chilenas que dan una imagen multicolor a la ciudad. En los cerros, la población se instala para ser espectadores de la tragedia. El ánimo es alegre, como si fueran a presenciar un espectáculo que nadie debe perderse.
-Son diez para las ocho de la mañana y ya salen los barcos mercantes, don José Luis.
Nuestro director está junto al capitán Abasolo observando el movimiento de las naves.
Yo me apoyo en una de las varas de la bomba a palancas para observar cómo se aleja una verdadera manada de naves comerciales. La imagen es impresionante. Despejado el puerto del centenar de velas y mástiles, aparece en toda su magnitud la presencia de la escuadra española. La Blanca muestra sus cañones frente a la Aduana, la Vencedora se ubica frente al sector donde están los edificios de la Bolsa y la Intendencia, y la Resolución mirando a la estación del ferrocarril. Al centro, la poderosa estructura de la Numancia, desde donde el almirante Casto Méndez Núñez apunta su catalejo.
-Me habían dicho que había otra nave, la Berenguela, director. No la he visto.
-Allá, capitán, dominando Viña del Mar.
Estoy nervioso, ante la inmensidad del mar y el poderío de las naves españolas. Como ráfagas del viento, vuelan en mi pensamiento los rostros de Rosario, Leonor y Josefina. A lo mejor es miedo lo que siento, miedo de morir. Tensión de no saber qué va a ocurrir en unas horas más.
A las ocho en punto, dos cañonazos de pólvora sin bala pintan dos pequeñas nubes en la Numancia, seguidos del impresionante estruendo, señal que anunciaba que en una hora más comenzaría el bombardeo. La respuesta al desafío es un griterío irónico y casi festivo de la población que se esconde entre las quebradas de los cerros.
Poco después, desde las playas se escucha el zafarrancho de combate que tocan a bordo de las naves.
Las noticias en la capital.
Las calles de Santiago y Concepción parecen un hervidero con un público que intenta acercarse lo más posible a los locales de los diarios, donde en grandes pizarras se van transcribiendo los telegramas que llegan desde el puerto.
Desde la oficina del telégrafo de Valparaíso, que mantiene a su personal atento, sale el primer telegrama: “Los godos a esta hora (8.45) están tocando a zafarrancho y echando vivas a su execrable reina. Esperamos por el momento el primer bombazo”.
Extrañamente, entre gritos de pánico y preocupación, estallan gritos de alegría, frases insolentes y bromas humillantes en contra de los agresores. Los ¡viva Chile! surgen espontáneos, trastocando el drama en fiesta patriótica.
Comienza el ataque.
Justo a las 9 con 15 minutos de la mañana, la Numancia ordena el inicio del bombardeo.
Como truenos liberados por una tormenta, el puerto se inunda con el sonido de explosiones, silbidos de balas que caen, de las explosiones en los edificios de mayor importancia, convirtiendo la ciudad en caos de humo y llamas. Las naves españolas se han acercado a escasa distancia para disparar sobre seguro.
Una de las balas se incrusta en la esfera del reloj de la Intendencia, deteniendo su mecanismo a las 9 y 20 minutos.
-No quieren perder ni una sola bala, José Luis.
-Cúbrase, Vicente. Nos esperan en Santiago.
Una nueva explosión detona muy cerca, remeciendo las maderas y fierros de la bomba, y cubriendo de cascajos y humo el lugar.
Pasado el primer susto, comienzan las apuestas y los gritos del público. La mala puntería de la Resolución, que intenta destruir la estación del ferrocarril, convierte en un coladero los muros de un convento situado detrás de la terminal. Una a una, las granadas estallan en los distintos sectores del puerto generándose, alrededor de las 10 de la mañana, una gran cantidad de incendios cuyas columnas de humo comienzan a cubrir el cielo de la ciudad.
Desde la Resolución, el capellán José López Andrade dispara cinco cañonazos en contra del sector donde se ubica el templo de la Compañía de Jesús. Había quedado furioso con un jesuita, a quien conociera meses antes durante la bienvenida que les diera el puerto, y quien había osado declararle que ya era hora que el clero chileno se independizase de la metrópoli y se fundara un papado latinoamericano. Cada bala que disparaba el capellán llevaba por destino al jesuita Onofre Palma.
Al notar la saña con que la Resolución disparaba, el almirante Méndez Núñez le da la orden de dirigirse hacia los almacenes fiscales.
-¡Bájese de ahí!- ordena el teniente de la 1ª de bombas al voluntario Pedro Nolasco Gómez quien, trepado en el cementerio, se ha bajado los pantalones y dando la espalda hacia los barcos españoles, se agacha mientras grita -¡Apunten aquí!
Los edificios de la aduana son el blanco preferido de la escuadra, lugar donde arden millones de pesos en mercaderías, propagándose el incendio hacia los patios interiores de las edificaciones de ladrillo y prendiendo las maderas de los malecones. Terminada su misión de exterminio, la Resolución sale de su posición para recorrer libremente la bahía disparando sin cesar a lo largo de todo el puerto. La Blanca y la Vencedora se concentran en su tarea de demoler la Intendencia, mientras a la Berenguela se le ordena retirarse de Viña y regresar al puerto para colaborar con el bombardeo.
-¡Vamos!- grita el capitán Ramón Abasolo.
Las grandes hogueras que se alzan en los edificios de la Aduana, de la Intendencia, de la Bolsa, de los conventos y otras dependencias, rompen nuestra tensa espera, y las compañías despliegan su material bajo los disparos, en una carrera por ser los primeros en llegar a los incendios. La 1ª sitúa la única bomba a vapor detrás de la Bolsa, armando cuatro pitones por la calle de la Planchada, al costado izquierdo de la Intendencia. El fuego se extiende violentamente por las construcciones. Una masa naranja busca su salida entre las grandes nubes negras.
Nuestro trabajo se concentra en los principales focos de incendio. La calle de la Planchada arde, consumiendo las cinco casas de la familia Gallo, y sus dos almacenes; al igual que las casas y bodegas de Gregorio Ossa y Cerda. La oportuna evacuación de los alojados en el Hotel de la Unión evitaba una desgracia de proporciones, ya que el edificio se desmoronaba presa de las llamas.
La bomba a vapor de la 1ª, conocida como la Poncas, se estremece con la presión, y en su caparazón de bronce se reflejan las grandes llamaradas de los incendios.
Impresionados por el incesante bombardeo, los expedicionarios europeos que acompañan a pintor Whistler han trepado a los cerros a lomo de buenas cabalgaduras y observan atónitos el espectáculo.
-¿Terminó el cuadro, mister Whistler?
Quien le habla es el mismo mozo que le llevara la cerveza la noche anterior, solo que ahora está rodeado de su familia, vestidos como para una fiesta, haciendo una merienda matinal.
-Así es, quedó terminado.
-¿Y cómo lo va a llamar, mister?
- Creo que le llamaré Nocturne in blue and gold.
Casi dos horas después de iniciada la acción, los seis buques disparan ahora coordinadamente hacia el sector del plan. El fuego, que inunda la Planchada, convierte la calle en un lugar dantesco, cruzando las llamas en todas direcciones, empujadas por el viento, hacia las calles Blanco, Clave y Cochrane y llegando hasta los pies del Cerro Cordillera.
Mirado desde los barcos, el puerto muestra dos gigantescos volcanes de llamas y humo, uno en el sector de la Aduana y el otro en el de la Intendencia. La inmensa humareda comienza a cubrir la ciudad, mientras los bomberos de Valparaíso y Santiago lanzamos los chorros de agua desde nuestros pitones armados al mar.
El telégrafo no se detiene, y sus despachos llevan el sello del momento. “Militares, bomberos y demás se pasean despreciando las balas de los miserables”.
Mientras los bomberos trabajan incansablemente para evitar la propagación de los incendios, las calles se van llenando de porteños que, pasado el miedo del comienzo, se entregan a la búsqueda de las balas, aún tibias, que cubre las calles y muros. Algunos juegan con ellas a la pelota mientras otros, más previsores, las guardan para venderlas más tarde como recuerdos del ataque.
Han sido más de dos horas y media de bombardeo, y los brazos no se nos cansan de pulsar las varas de la bomba a palancas. No puedo calcular cuántas balas de cañón han caído sobre el puerto, pero deben ser más de dos mil. José Luis Claro regresa hasta nuestra posición después de haber ido en busca de información.
-Según un rápido recuento hecho por las autoridades y la prensa, la Intendencia luce sesenta y un impactos de bala; la Bolsa, otros diecinueve, mientras las iglesias de San Ignacio, la Merced y la Matriz tienen sus muros acribillados.
-¿Y el resto de las balas, director? Porque son muchas más las que hemos sentido explotar.
-O le han dado a los cerros o han caído en la playa.
En esos momentos llega junto a nosotros el Comandante Bascuñán Guerrero.
-¿Alguna novedad, capitán?
-No señor, trabajando sin novedad.
-El Intendente Lira está furioso con esos españoles.
-Y no es para menos.
-Han destruido completamente los edificios de la aduana del puerto. ¿Se imagina usted los millones de pesos en pérdidas?
-Perdón señor, pero ¿se ha informado sobre personas heridas?
-El recuento, hasta el momento en que me vine, era de cuatro muertos y ocho heridos. Una cifra realmente baja para una ciudad indefensa como ésta.
-¿Se puede saber hasta cuándo van a seguir disparando, señor Comandante?- me atrevo a preguntar.
-Deben estar por terminar, voluntario.
Sentí la fuerte personalidad de Bascuñán Guerrero en esa breve frase.
Seguimos concentrados en nuestro trabajo, agotador, pero no solo los bomberos impulsábamos las varas, sino una población agradecida se sumaba al accionar de las palancas de la Poniente.
De pronto, el silencio.
Miramos hacia el mar y vimos a la escuadra española como detenida, como fija a las aguas que bañaban al puerto. Había terminado el bombardeo, pero se mantenía frente a nosotros, como demostrando su soberbia y poderío.
-¡A trabajar, caballeros, que incendios sobran para apagar!- nos gritó Abasolo. Una vez que terminamos de remojar los escombros de los edificios atacados, desarmamos el material de incendios y nos dirigimos hacia el punto donde se levantaban las construcciones de la Aduana, gigantescos depósitos de ladrillo que ardían sin control.
Y ahí estuvimos toda la tarde, recibiendo el afecto y algunos panes con queso y tazas de té que nos brindaba la gente.
-¡Vicente!
Era Fermín Vivaceta que llegaba hasta nosotros, luciendo una blusa de bombero de color azul.
-¡Mi amigo! Veo que está bien.
-Sí, Vicente, bien, bien. ¡Qué alegría encontrarlos aquí! Me había enterado que vendrían, pero nunca imaginé poder abrazarlos con vida.
Fermín está más delgado que cuando se fue.
-Antes de retirarse pasen a nuestro cuartel a servirse un caldo de ave. Les va a reponer las fuerzas.
Pero no tuvimos posibilidad alguna de acceder a su invitación. Esa noche, alumbrados por los chonchones de los sargentos y ayudantes, continuamos el trabajo sin descanso, cumpliendo cada cierto tiempo turnos para descansar, botados junto a nuestras máquinas que no cesaban de impulsar toneladas de agua hacia los edificios siniestrados. Cada cierto tiempo, los alegres pitos de la bomba a vapor mostraban el incansable entusiasmo de los bomberos.
1866. 3 de abril.
El regreso a la capital.
A las tres de la tarde del día 3 de abril, ingresaba el tren que nos traía desde Valparaíso. Cansados, barbudos y sucios, nos habíamos hacinados en los carros, sin importar el número de la compañía. El trabajo en el puerto nos había unido en forma impresionante y la dramática experiencia de ver una ciudad bombardeada aún gatillaba en nuestras mentes.
A las once de la mañana habíamos terminado de colocar las bombas y el material en los carros de transporte y el viaje de regreso, que había partido con cantos y gritos de triunfo, terminaba con la gran mayoría de nosotros durmiendo en los amplios asientos de cuero. Dejábamos la bomba de vapor con un grupo de primerinos por si era necesario su trabajo en Valparaíso.
Despertados bruscamente por las órdenes de nuestros oficiales, formamos rápidamente en el andén mientras los auxiliares bajaban las piezas de material mayor. Y cuando todo estuvo en su lugar, una banda militar dio comienzo al desfile triunfal por la Alameda de Santiago. No busqué rostros en la multitud, preferí concentrarme solo en llevar el compás marcial. La ciudad solo me traía recuerdos dolorosos, y miré al público sin verlos. No sé por qué se me humedecieron los ojos.
-Llorar es propio de hombres valientes- me susurró Vital Martínez, que marchaba a mi lado.
-Gracias, amigo.
Arcos de triunfo, y una multitud entusiasta que nos acompañó durante el trayecto, nos hicieron perder el cansancio y muy pronto marchábamos erguidos, orgullosos, recibiendo el aplauso del pueblo.
Finalmente enfilamos por calle Ahumada en dirección al cuartel general donde cerraríamos la formación. Allí nos esperaba el directorio completo del Cuerpo y las compañías francesas. Cerrados los discursos terminamos despidiéndonos con grandes abrazos donde se mezclaban las casacas azules y rojas, en señal de una amistad profunda surgida del agotador trabajo de tres días en el puerto.
-¡Vicente!
Giré la cabeza hacia la voz que me llamaba.
-¡Josefina! Pero, qué hace usted aquí...- le pregunté realmente sorprendido. Se veía hermosísima, sosteniendo a la pequeña Isidora en brazos. A su lado, la sirvienta Clementina me miraba sonriente.
¡Qué agradable sorpresa!- le dije mientras tomaba en brazos a mi pequeña – Realmente no esperaba verles aquí.
Luego de entregarle la niña a Clementina, me atreví a mirar a Josefina.
-Se lo dije, Vicente. La única posibilidad de quedarme por más tiempo sería por un cuartel de bomberos o un edificio en construcción. Y he cumplido mi palabra.
Agotado por tanto esfuerzo y emociones, la abracé.
-Gracias, Josefina. Muchas gracias por lo que ha hecho.
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